No hay un solo acto en
la vida privada o pública de los romanos en que no se haga intervenir a los
dioses. Fustel de Coulanges, dijo esto a propósito de la religiosidad del
pueblo romano:
«La casa de un romano
era para él lo que un templo para nosotros: en ella se encuentra su culto y sus
dioses. Su hogar es un dios; dioses son los muros, las puertas, el umbral; los límites
que rodean su campo también son dioses. La tumba es un altar; sus antepasados,
seres divinos. Cada una de sus acciones cotidianas es un rito, el día entero
pertenece a su religión. Mañana y tarde invoca a su hogar, a sus Penates, a sus
antepasados; al salir de casa o al volver, les dirige una oración. Cada comida
es un acto religioso que comparte con sus divinidades domésticas. El
nacimiento, la iniciación, la imposición de la toga, el casamiento y los aniversarios
de todos estos acontecimientos, son los actos solemnes de su culto.
Sale de su casa y
apenas puede dar un paso sin encontrar un objeto sagrado: o es una capilla, o
un lugar herido antaño por el rayo, o una tumba; tan pronto ha de concentrarse
para pronunciar una oración, como ha de volver los ojos y cubrirse el rostro
para evitar el espectáculo de un objeto funesto.
Todos los días
sacrifica en su casa, cada mes en su curia, varias veces al año en su gens o en
su tribu. Además de todos estos dioses, aún debe culto a los de la ciudad. Hace
sacrificios para dar gracias a los dioses; realiza actos, y en mayor número, para
calmar su cólera. Un día se muestra en una procesión danzando, según un ritmo
antiguo, al son de la flauta sagrada. Otro día conduce los carros donde van las
estatuas de las divinidades. Otra vez un lectis-ternium: en medio de la calle se dispone
una mesa con comida; las estatuas de los dioses se reclinan en sus lechos, y cada
romano pasa, se inclina, llevando una corona en la cabeza y una rama de laurel
en la mano.
Hay una fiesta para la
siembra; otra para la siega; otra para la poda de la vid. Antes de que el trigo
haya espigado, ha hecho más de diez sacrificios e invocado a una docena de divinidades
particulares para el éxito de la cosecha.
Sobre todo tiene un
gran número de fiestas para los muertos, porque les tiene miedo.
Jamás sale el romano de
casa sin mirar si aparece algún pájaro de mal agüero. Hay palabras que no se
atreve a pronunciar en toda su vida. Si tiene algún deseo, lo escribe en una
tablilla, que deposita al pie de la estatua de un dios.
A cada momento consulta
a los dioses y quiere saber su voluntad. Todas sus resoluciones las encuentra
en las entrañas de las víctimas, en el vuelo de los pájaros, en los avisos del
rayo.
La noticia de una
lluvia de sangre o de un buey que ha hablado le turba y le hace temblar; sólo
quedará tranquilo cuando una ceremonia expiatoria le haya puesto en paz con los
dioses.
Siempre sale de su casa
con el pie derecho. Sólo se corta el pelo en plenilunio. Lleva consigo
amuletos. Contra el incendio cubre los muros de su casa con inscripciones
mágicas. Sabe fórmulas para evitar la enfermedad y otras para curarla; pero es
necesario repetirlas veintisiete veces y escupir cada una de cierta manera.
Jamás delibera en el
Senado si las víctimas no han ofrecido signos favorables. Abandona la asamblea
del pueblo si ha oído el grito de un ratón. Renuncia a los proyectos más meditados
si advierte un mal presagio o si una palabra funesta hiere sus oídos. Es
valiente en el combate, pero a condición de que los auspicios le aseguren la
victoria».
Fuente: Diccionario de
la Religión Romana de José Contreras Valverde, Gracia Ramos Acebes y Inés Rico
Rico.
Foto: Lararium Pompeji
Detail, Creative Commons 3 (Claus Ableiter).
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