En ese tiempo Sexto, el mayor de los hijos de Tarquinio el
sobervio, fue enviado por su padre a una ciudad llamada Colacia, para llevar a
cabo ciertas gestiones militares, se alojó en casa de su pariente Lucio
Tarquinio, apodado Colatino. Este se encontraba por entonces en el campamento,
pero su mujer romana, hija de Lucrecio, un ilustre varón, lo agasajó, como
correspondía a un pariente de su marido, con gran solicitud y amabilidad.
Sexto trató de seducir a esta mujer, que era la más hermosa
y prudente de las mujeres de Roma, pues ya desde hacía tiempo albergaba este
deseo cada vez que se alojaba en casa de su pariente, y entonces creyó encontrar
la ocasión apropiada. Después de la cena se fue a acostar y esperó gran parte
de la noche. Cuando pensó que todos dormían, se levantó, fue a la habitación en
la que sabía que dormía Lucrecia y entró con una espada. Se colocó junto al
lecho, y la mujer, despertando al oír el ruido, le preguntó quién era. Él le
dijo su nombre y le ordenó que guardara silencio y permaneciera en la
habitación, amenazándola de muerte si intentaba huir o gritar. Tras asustar a
la mujer de esta manera, le presentó dos alternativas y le pidió que eligiera
la que prefiriera: una muerte deshonrosa o una vida feliz:
—Pues
si consientes —dijo— en
concederme tus favores, te haré mi mujer y reinarás conmigo, ¿qué necesidad hay
de que te explique todos los bienes de que disfrutan los reyes y que tú
compartirás conmigo, si los conoces perfectamente? Pero si por salvar tu
virtud, tratas de oponer resistencia, te mataré y luego daré muerte a uno de
los criados, colocaré juntos vuestros cuerpos y diré que te sorprendí
realizando una acción vergonzosa con el esclavo y que me encargué de vengar la
honra de mi pariente, de modo que tu muerte será indigna y deshonrosa, y tu
cuerpo no recibirá sepultura ni ningún otro de los honores acostumbrados.
Después de repetir insistentemente sus amenazas y sus
súplicas y de jurar muchas veces que decía la verdad con respecto a las dos
opciones, por miedo a la vergüenza que rodearía su muerte, se vio forzada a
ceder y a permitirle llevar a cabo lo que pretendía. Cuando se hizo de día,
Sexto regresó al campamento después de haber satisfecho su malvado y funesto
deseo.
Lucrecia,
abrumada por la pena y el espantoso ultraje, envió un mensajero a su padre en
Roma y a su marido en Ardea, pidiéndoles que acudieran a ella, cada uno
acompañado por un amigo fiel; era necesario actuar, y actuar con prontitud, pues
algo horrible había sucedido. Espurio Lucrecio llegó con Publio Valerio, y
Colatino, con Lucio Junio Bruto, a quien encontró regresando a Roma cuando
estaba con el mensajero de su esposa. Encontraron a Lucrecia toda vestida de
negro sentada en su habitación y postrada por el dolor. Al entrar ellos,
estalló en lágrimas, y al preguntarle su marido si todo estaba bien, respondió:
—¡No! ¿Qué
puede estar bien para una mujer cuando se ha perdido su honor? Las huellas de
un extraño están en tu cama. Pero es sólo el cuerpo lo que ha sido violado, el
alma es pura; la muerte será testigo de ello. Pero dame tu solemne palabra de
que el adúltero no quedará impune. Fue Sexto Tarquino quien, viniendo como
enemigo en vez de como invitado, me violó la noche pasada con una violencia
brutal y un placer fatal para mí y, si sois hombres, fatal para él.
Todos ellos,
sucesivamente, dieron su palabra y trataron de consolar el triste ánimo de la
mujer, cambiando la culpa de la víctima al ultraje del autor e insistiéndole en
que es la mente la que peca, no el cuerpo, y que donde no ha habido
consentimiento no hay culpa.
—Es por ti, —dijo
ella—, el ver que él consigue su deseo, aunque a mí me absuelva del pecado, no
me librará de la pena; ninguna mujer sin castidad alegará el ejemplo de
Lucrecia.
Después, tras
abrazar a su padre, suplicar repetidamente a él y a quienes con él estaban y
rogar a los dioses y divinidades que le concedieran una rápida partida de la
vida, sacó una daga que llevaba oculta bajo los vestidos y de una sola puñalada
se atravesó el pecho hasta el corazón. El griterío de las mujeres, sus llantos
y golpes en el pecho invadieron la casa; el padre besaba y abrazaba el cuerpo
de su hija, la llamaba por su nombre y se ocupaba de ella como si fuera a
recuperarse de la herida, y ella, en sus brazos, se agitaba convulsivamente y
agonizaba hasta que finalmente murió.
Mientras
estaban encogidos en el dolor, Bruto sacó el cuchillo de la herida de Lucrecia,
y sujetándolo goteando sangre frente a él, dijo:
—Por esta
sangre yo juro, y a vosotros, oh dioses,
pongo por testigos de que expulsaré a Lucio Tarquinio el Soberbio, junto con su
maldita esposa y toda su prole, con fuego y espada y por todos los medios a mi
alcance, y no sufriré que ellos o cualquier otro vuelvan a reinar en Roma.
Luego le
entregó el cuchillo a Colatino y luego a Lucrecio y Valerio. Juraron como se
les pidió; todo su dolor cambiado en ira, y siguieron el ejemplo de Bruto,
quien les convocó a abolir inmediatamente la monarquía. Llevaron el cuerpo de
Lucrecia de su casa hasta el Foro, donde a causa de lo inaudito de la atrocidad
del crimen, reunieron una multitud. Cada uno tenía su propia queja sobre la
maldad y la violencia de la casa real. Aunque todos fueron movidos por la
profunda angustia del padre, Bruto les ordenó detener sus lágrimas y ociosos
lamentos, y les instó a actuar como hombres y romanos, y tomar las armas contra
sus insolentes enemigos. Esto animó a los hombres más jóvenes y se presentaron
armados, como voluntarios, el resto siguió su ejemplo.
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Foto: dominio público, La muerte de Lucrecia de Eduardo Rosales.
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