domingo, 30 de septiembre de 2018

LA BATALLA CONTRA LOS ROXOLANOS (69 d.C.)




La mayor victoria de la Legio III Gallica en el Danuvius.

“En febrero, cuando las trompetas entonaron la señal «¡A las armas!» a través de todo el campamento del Danubio de la legión III Gallica, la nieve todavía no se había derretido en Mesia. La legión, que llevaba menos de un año en su nuevo destino, recibió la orden de ponerse en marcha de inmediato. Liderada por su legado, Fulvio Aurelio, la III Gallica salió a toda velocidad con la misión de interceptar una fuerza de muchos miles de jinetes sármatas de la tribu de los roxolanos que habían atravesado el helado Danubio para emprender razias en el norte de Mesia

Los oponentes sármatas, jinetes expertos procedentes de Asia […] llevaban armaduras de escamas y cascos cónicos, y utilizaban largas lanzas y arcos, pero no escudos. La espada de los sármatas roxolanos era tan larga que se guardaba en una funda sujeta a la espalda y se sacaba con las dos manos por encima del hombro. […]

Los exploradores de la caballería romana localizaron el campamento roxolano; en un terreno cubierto por la nieve, se extendía por una amplia llanura cerca de unas marismas heladas. Los roxolanos no construían campamentos defensivos. Sus centenares de carros estaban dispersos por el paisaje, mientras que mantenían a sus caballos, de los que poseían varios miles, atados en grupos. La III Gallica acampó a cierta distancia de ellos, sin encender ninguna fogata. Aurelio, decidió atacar al amanecer, mientras aún disponía de la ventaja del elemento sorpresa.

Al llegar el alba, con la niebla cubriendo los silenciosos campos, los hombres de la III Gallica adoptaron posiciones sin hacer ruido. La niebla se había levantado cuando las trompetas romanas dieron la orden de cargar. Los sármatas, que no apostaban centinelas, estaban totalmente desprevenidos, con la guardia baja. Desesperados, intentaron ponerse las armaduras, ensillar a sus caballos, montar y luchar. Tácito dijo de la caballería sármata: «Cuando cargan en escuadrones, muy pocas líneas de infantería son capaces de resistir ante ellos» [Tác., H, I, 79]. Pero los roxolanos no tuvieron oportunidad de organizar una carga. Los legionarios emplearon sus jabalinas como lanzas, y utilizaron sus escudos para derribar a sus adversarios y sus pesadas armaduras, para después matarlos rápidamente con la espada. Según cuenta Tácito, una vez en el suelo, «los roxolanos se encontraban prácticamente indefensos, porque el peso de sus corazas hacía muy difícil que se volvieran a levantar» [ibíd.].
Aquellos roxolanos que lograron montar se encontraron con que sus caballos se resbalaban en el helado terreno. Con las tropas romanas sobre ellos, las largas lanzas sármatas resultaban inútiles. Muchos roxolanos fueron arrancados de los lomos de sus monturas y arrojados al suelo. Y una vez allí, el valor de los sármatas se esfumaba. «Ningún soldado podía mostrar tan poco espíritu cuando luchaba a pie», dijo Tácito de ellos [ibíd.].
Un puñado de sármatas heridos escapó hacia los pantanos, para morir finalmente congelados durante la noche. Todos y cada uno de los miembros de la fuerza roxolana fueron exterminados: nueve mil hombres. Las bajas de la III Gallica fueron tan escasas que ni las contaron. […].”


Fuente: Legiones De Roma de Dando Collins Stephen.

Página Facebook. Ángel Portillo Lucas.


Foto: Representación moderna de un catafracto, Creative Communs 1.2 by John Tremelling.


martes, 18 de septiembre de 2018

El amanecer para un romano en el Imperio.



“Comenzaremos diciendo que la Roma imperial despertaba a la hora que despierta un pueblo: al despuntar el alba. Antes de seguir, volvamos sobre el epigrama de Marcial ya citado en el que el poeta enumera las causas del insomnio que, en su época, padecían los desafortunados romanos. Desde el momento en que amanecía, los ciudadanos tenían que soportar el ruido ensordecedor de las calles y plazas, donde se mezclaban los martillazos de los caldereros y el griterío de los alumnos de las escuelas.  Los romanos ricos, para protegerse del alboroto, se retiraban al fondo de sus viviendas, aisladas del ruido por gruesos muros y por jardines circundantes. Sin embargo, tampoco allí lograban encontrar la tranquilidad, ya que los grupos de esclavos que realizaban las tareas de limpieza se lo impedían. Nada más amanecer, a un toque de campana, un enjambre de sirvientes, con los ojos aún abotargados por el sueño, empezaban a revolotear por la casa armados con un arsenal de cubos, bayetas, escaleras para limpiar los techos, palos (perticae) en cuyo extremo se ataba una esponga (spongia), plumeros y escobas (scopae), unas veces confeccionadas con palmas verdes y otras con ramitas entrelazadas de tamarisco, brezo o mirto silvestre. Unos esparcían por el suelo el serrín que después barrían junto con la basura; otros iban con sus esponjas al asalto de pilastras y cornisas, limpiaban, frotaban o sacudían el polvo con ardor vivo. Las ocasiones en que el amo esperaba una visita importante, solía levantarse con ellos para espabilados, y su voz, imperiosa o arisca, se dejaba oír sobre el inmenso guirigay: «¡tú, barre el suelo; tú, saca brillo a las columnas; quítame esa telaraña de aquí; ven, bruñe la plata y las vasijas!» Pero aunque el dueño de la casa delegara su autoridad en un vigilante, con el ruido de las faenas cotidianas tampoco le era posible dormir. A no ser como en el caso de Plinio el Joven, quien en su villa Laurentina había tomado la precaución de interponer un corredor entre sus habitaciones y aquéllas donde cotidianamente se hacía el zafarrancho matutino

Por otra parte, hay que señalar que generalmente los romanos eran muy madrugadores. Les resultaba tan deplorable la luz artificial que, tanto ricos como pobres, tendían a aprovechar lo más posible la luz diurna. Al parecer, todos habían hecho suya la máxima de Plinio el Viejo: vivir es velar (profecto enim vita vigilia est); por tanto, a los únicos que había que sacar de la cama era a los jóvenes juerguistas de los que nos habla Aulus Gellius o los borrachos que dormían la mona de la noche anterior. Incluso éstos debían de levantarse antes del mediodía, ya que la «quinta hora», momento del día en que, según cuenta Persio, solían salir, normalmente terminaba antes de las once de la mañana. En cuanto a lo que Horacio llamaba «quedarse pegado a las sábanas» cuando se retiraba a descansar a Mandela, o la «reposada vida» que Marcial decía poder llevar sólo en su lejana Bilbilis, parece que se refiere al hecho de levantarse durante la hora tertia, es decir, antes de las ocho de la mañana en verano.”


Fuente: La vida cotidiana en Roma en el apogeo de Imperio de Jérome Carcopino.

Página Facebook: Ángel Portillo Lucas.

Foto: CC0 Creative Commons, Arco de Constantino.


jueves, 13 de septiembre de 2018

La sepultura, el alma y los dioses Manes según Plinio el Viejo.

El hecho mismo de la incineración no es institución antigua entre los romanos: eran cubiertos con tierra; pero fue establecida en el momento en que se enteraron de que, en las guerras en lugares remotos, desenterraban a los que habían sido enterrados. Y, sin embargo, muchas familias conservaron los ritos antiguos, como la Cornelia, en la que se dice que nadie fue incinerado antes del dictador Sila, y que lo había querido temiendo el talión, cuando desenterraron el cadáver de Mario. [Realmente, por sepultado debería entenderse el cadáver ocultado, sea cual sea la manera; y por enterrado, el que ha sido cubierto con tierra]

Después de la sepultura son vanas las divagaciones acerca de los Manes. A partir del último día todos tienen lo mismo que antes del primero, y a partir de la muerte ni el alma ni el cuerpo tienen algún sentido más que antes del nacimiento. Pues la misma vanidad se extiende también hasta el futuro e incluso para el momento de la muerte se promete falsamente una vida, unas veces dando inmortalidad al alma, otras la transmigración, otras dando sentido a los infiernos y honrando a los manes y haciendo dios a quien incluso ha dejado de ser hombre, como si realmente la manera de respirar fuera diferente del resto de los seres o no se encontraran en la vida muchas cosas más duraderas, para las que nadie prevé esa inmortalidad. Por otra parte, ¿qué clase de cuerpo tiene el alma por si misma? ¿Qué materia? ¿Dónde el pensamiento? ¿De qué modo tiene vista y oído o con que toca? ¿Qué utilidad obtiene de estos sentidos o que beneficio sin ellos? Finalmente, ¿cuál es su sede o cuanta la cantidad de almas a modo de sombras en tantos siglos? Esas son imaginaciones propias de consuelos infantiles y de una naturaleza mortal ávida de no dejar nunca de existir. Tal es también, respecto a la conservación de los cuerpos y la promesa de revivir, la vanidad de Demócrito, que no revivió tampoco. ¡Ay! ¿Qué es esa locura de que la vida comienza de nuevo con la muerte? O .¿qué descanso tienen jamás los que han nacido si el alma conserva sus facultades en los lugares superiores y su sombra en los inferiores? Sin duda esa seducción y credulidad echa a perder el principal bien de la naturaleza, la muerte, y duplica el dolor del que va a morir, con el pensamiento de que también va a existir después. Pues si es dulce vivir, .para que puede servir haber vivido. En cambio, ¡cuanto más fácil y seguro es que cada uno confié en sí mismo y saque de la experiencia anterior al nacimiento el ideal de serenidad!



Fuente: HISTORIA NATURAL de Plinio el viejo, Libro VII

Página Facebook: ÁngelPortillo Lucas.


Foto: (dominio público) Plinio el Joven y su madre en Miseno, en donde se observa al sobrino de Plinio el Viejo registrando los acontecimientos que rodearon la erupción del Vesuvio (grabado coloreado por Thomas Burke según la pintura de 1785 de Angelica Kauffmann).


lunes, 10 de septiembre de 2018

Los cuatro elementos de que consta la agricultura de Paladio.

Así, pues, en primer lugar, la razón de una buena elección y cultivo del campo estriba en cuatro factores: aire, agua, tierra y labor.

Tres de ellos dependen de la naturaleza, el otro de lo que se pueda y se quiera. Propio de la naturaleza es, y a ello hay que mirar en primer lugar, que en los lugares que destines al cultivo el aire sea saludable y apacible, el agua salubre y abundante, bien sea porque nazca allí, o sea traída, o se recoja de la lluvia; la tierra fértil y cómoda por su emplazamiento.



La aptitud del aire.


Testimonian, pues, la salubridad del aire los lugares apartados de valles profundos, despejados de nieblas por las noches así como la estimación de los siguientes síntomas de sus habitantes: si tienen un color sano, la cabeza bien erguida, la mirada clara, el oído fino y la garganta da paso a una voz cristalina. De esta forma se comprueba la pureza del aire, pues lo contrario denota un tipo de clima insano.



La buena calidad del agua.


La salubridad del agua se reconoce así: ante todo, que no proceda de estanques o charcas, que no tenga su nacimiento en las minas, que sea trasparente y no esté alterada por sabor u olor alguno, que no deposite lodo, que alivie el frío por tibia y aplaque e1 calor del verano por fresca. Pero como la naturaleza, substrayendo todas estas cosas a la vista, gusta de encubrirse guardando el mal oculto, la reconoceremos también por la salud de sus habitantes: si está limpia la garganta de los que la beben, si la cabeza está sana y no hay ninguna afección, o es poco frecuente, en pulmones y estómago —pues muchas veces lo que está infectado en la parte superior del cuerpo propaga las enfermedades a la parte inferior, de modo que cuando la cabeza está afectada, el mal desciende a los pulmones y estómago, y entonces hay que echar la culpa más bien al aire—, después, si el vientre, las tripas, los pulmones o los riñones no están aquejados por dolor o inflamación alguna y si no hay enfermedades vesicales; cuando estos síntomas los veas detectados en la mayor parte de los habitantes, no receles del aire ni de las fuentes.



La calidad de las tierras.


En las tierras hay que buscar la fertilidad; que no sea una gleba blanca y desnuda, ni sablón delgado sin mezcla de mantillo, ni greda pura, ni arenas finas, ni grava seca, ni tenga la delgadez pedregosa del polvo dorado, ni tierra salada o amarga, ni encharcada, ni toba arenosa y seca, ni un valle excesivamente umbrío y cerrado, sino que sea una tierra suelta y más bien negra capaz de recubrirse con un tapiz de césped, o de un color intermedio, de forma que, aunque sea poco densa, se aglutine, sin embargo, con la adición de un suelo graso. Lo que dé que no sea ni rugoso, ni reseco, ni falto de savia natural. Que produzca, ya que es una buena señal de dar cereales, yezgo, junco, caña, césped, trébol que no sea endeble, zarzas grandes y ciruelas silvestres.

En cambio, no hay que empeñarse en buscar el color, sino la crasitud y la dulzura. Comprobarás la grasa de este modo: disuelves en agua dulce un poquito de tierra y le das vueltas; si es pegajosa y liga, prueba que contiene grasa, también, se hace un agujero y se vuelve a llenar; si sobra tierra, es grasa, si falta, es seca, si queda al ras, intermedia. De otra parte, su dulzura se reconoce si de la parte del campo que menos te gusta, pruebas por el sabor un terrón disuelto en agua dulce en un recipiente de barro. […]



Fuente. Tratado de Agricultura de paladio

Página Facebook: Ángel Portillo Lucas




Foto. Roman harvester, trier (dominio público).


domingo, 9 de septiembre de 2018

El cómo curaba Asclepio (o Esculapio para los romanos).


«El principio en el que se fundamentaba un Asclepieium era sencillo: el enfermo recibía en él la acción sanadora del dios durante un sueño ritual inducido en una construcción específica, el ábaton. La recuperación del peregrino dependía del cuidado que pusiese en obedecer los remedios comunicados por Asclepio. Por supuesto, llegar a esta fase demandaba algunos procedimientos y algunas salvedades previos. Para comenzar, en el santuario de Asclepio de Pérgamo se les prohibía el paso a los moribundos al borde de la muerte y a las mujeres embarazadas, en razón de que expirar en el terreno sacro constituía una ofensa a los dioses. Los peregrinos, candidatos al tratamiento inspirado directamente por el hijo de Apolo, estaban obligados a entrar en el ábaton después de una abstención a mantener relaciones sexuales, al consumo de queso y de carne de cabra, y tenían que renunciar a vestir con un chitón de color blanco (la túnica griega), portar cinturón, llevar anillos o ir calzados. Las leyes del complejo pío regimentaban la circulación formal del incubante dentro del perímetro del santuario, como se percibe en la citada Pérgamo, en la que el peregrino atravesaba un pórtico subterráneo de setenta metros de longitud antes de ser introducido en el ábaton (se sospecha que en dicho corredor recibiría las primeras recetas para su restablecimiento). […]

En el ábaton se hallaba permitido pernoctar varios días. Los peregrinos necesitados de alivio dormían en el suelo, o en jergones, asistidos por los sacerdotes y neócoros, quienes creaban un clima propicio para el sueño, atenuaban las luces de la sala y hacían compañía a aquellos aquejados de enfermedades mentales. Seguro que la iconografía estándar de Asclepio sugestionaría la «aparición» que el durmiente experimentaba durante el letargo, la de un hombre en edad madura, barbado, análogo a la imagen de Zeus/Júpiter, apoyado en un báculo con una serpiente enroscada, a veces con un perro descansando a sus pies. La serpiente, a juzgar por los testimonios iconográficos preservados, en algunos sueños lamía o mordiscaba la parte afectada del enfermo somnoliento, y así lograba que mejorase. La incubación no siempre tenía por qué funcionar, al menos instantáneamente, puesto que se daban casos en los que Asclepio decidía remediar al convaleciente sin moverse de su casa, y otras favorecer que se recobrase en el camino de vuelta. […]

El paciente solía exteriorizar su agradecimiento hacia la divinidad dedicando una inscripción, un relieve escultórico, un exvoto o una tablilla, grabados con inscripciones que pormenorizaban las curas. Destacaban las formas anatómicas, por ejemplo, riñones, piernas, manos, cabezas, ojos, de bronce, de plata, que delataban órganos y miembros recuperados. Las orejas, quizá, agradeciesen además que Asclepio hubiese prestado oídos al suplicante.»

Fuente: Viajes por el Antiguo Imperio Romano de Jorge García Sánchez.

Página Facebook: Ángel Portillo Lucas


Foto: Asclepio, ancient Roman statues in the Museo Archeologico (Naples) CC3 (Sailko).




jueves, 6 de septiembre de 2018

Las calles de Roma y la circulación



El tránsito se regía por la misma oposición de día y noche. Durante el día había una intensa animación, un bullicio desenfrenado, un estrépito infernal. Las tabernae se pueblan nada más abrirse y sacan sus puestos a la calle. Los barberos afeitan a sus clientes en mitad de la calzada. Los buhoneros del Trastevere intercambian sus cajas de pajuelas por abalorios. Más allá, los figoneros, enronquecidos a fuerza de gritar a una clientela que les ignora, preparan sus humeantes salchichas a la vista del público. Los maestros de escuela y sus alumnos se desgañitan. De pronto un coleccionista deja caer sobre una tabla mugrienta unas monedas con la efigie de Nerón; más allá, un batidor de polvo de oro golpea violentamente con un martillo la piedra desgastada; en un cruce, un círculo de curiosos observa asombrado a un encantador de serpientes. Por todas partes resuenan los martillos de los caldereros; las temblorosas voces de los mendigos, invocando a la diosa Bellona o relatando sus azarosos infortunios, tratan de ganar la compasión de los transeúntes. Éstos fluyen por las calles como una marea creciente que arrasa los obstáculos encontrados a su paso. Por indignas callejuelas como las de un pueblucho todo el mundo va y viene, por la sombra o a pleno sol, grita, se comprime, se empuja  quince siglos antes de que Boileau agudizara su verbo para satirizar sobre los colapsos de París, Juvenal ya satirizaba sobre los que se producían en la vieja Roma.


Podríamos creer que al llegar la noche estas aglomeraciones cesaban para dar paso a un silencio miedoso y a una paz sepulcral; sin embargo, se sustituían por un trasiego distinto. Una vez refugiados los ciudadanos en sus casas, empezaban a desfilar, siguiendo las disposiciones de César , las bestias de carga, los carreteros y los convoyes de provisiones. El dictador había comprendido que la circulación diurna de estos vehículos por unos vici accidentados, estrechos y muy transitados, si bien era imprescindible para atender las necesidades de la población, constituía un peligro permanente para los ciudadanos y un engorro para la ciudad. De aquí las medidas radicales que tomó y que conocemos como su ley póstuma (“Lex Iulia Municipalis”). Desde la salida del sol hasta el anochecer, no se permitía el tránsito de carros por las calles de la Urbs. Los vehículos que no hubieran podido retirarse antes del alba, debían permanecer vacíos y estacionados. Sólo había cuatro excepciones a esta regla inflexible. Las tres primeras hacían referencia a ocasiones excepcionales: en los días de ceremonias solemnes, se permitía el tránsito de los carros de las Vestales, del Sumo Oficiante y de los Flamines; los días en que se celebraba un triunfo, a los carros necesarios para conmemorar la victoria; y los días de juegos públicos, a los vehículos que requería esta celebración oficial. La cuarta es una excepción a perpetuidad, y alude a los carros de los constructores encargados de demoler una vivienda en mal estado para reconstruirla más habitable y bella. Fuera de estos casos, claramente especificados, durante el día sólo circulaban por la Roma antigua los peatones, los jinetes y los ciudadanos que poseían literas o sillas portátiles; de modo que, ya se tratase de la celebración de un humilde funeral nocturno, o de un funeral a plena luz del día, precedido por el sonar de flautas y trompas y seguido de una larga fila de parientes, amigos y plañideras (praeficae ), el difunto, en unos casos dentro de un lujoso ataúd (capulum) y en otros en una caja alquilada (sandapila), era trasladado para su entierro o incineración en unas parihuelas que llevaban los vespillones. Sin embargo, al llegar la noche comenzaba un incesante trasiego de carros que llenaba la ciudad con su estruendo.


Fuente: La vida en Roma en el apogeo de Imperio de Jérome Carcopino. 


Página Facebook: Ángel Portillo Lucas

Blog personal: Lignum en Roma 

Foto: grabado de un carpentum, CC2 (Binter).


martes, 4 de septiembre de 2018

Galeno, el uso de las partes – Libro III


[…] El hombre es, pues, el único animal que tiene manos, órganos adecuados para un ser vivo inteligente y es el único pedestre bípedo y de posición erguida, porque tiene manos. El cuerpo necesario para la vida está constituido por las partes que están en el tórax y en el abdomen, mientras que el destinado a la locomoción necesita las extremidades. Por ello, en ciervos, perros, caballos y similares las extremidades delanteras se han convertido en patas como las traseras y eso contribuye a su velocidad. En el hombre, en cambio — pues no tenía necesidad de velocidad propia quien iba a domar con su inteligencia y con sus manos al caballo y era mucho mejor que, en lugar de órganos de la velocidad, tuviera los necesarios para todas las artes—, las extremidades delanteras se convirtieron en manos.
Por qué no tiene, entonces, el hombre cuatro patas, y, además de ellas, manos como los centauros? En primer lugar, porque la mezcla de cuerpos tan diferentes le era imposible a la naturaleza, pues no solo hubiera tenido que combinar, como los escultores y los pintores, formas y colores, sino que también habría tenido que mezclar todas sus sustancias, que no son susceptibles de mezcla ni fusión. Si se produjera, en efecto, una unión amorosa entre hombre y caballo, las matrices no llevarían, en absoluto, el esperma a su perfección.
Si Píndaro, como poeta, acepta el mito de los centauros, habríamos de ser indulgentes con él, pero tendríamos que censurarle por su pretensión de sabiduría si, como hombre inteligente, pretende saber algo más que la mayoría y se atreve a escribir:

... [Centauro]
que se unió a las yeguas de Magnesia en las faldas
del Pelión, a partir de lo que surgió una maravillosa raza,
semejante a la de ambos progenitores, a la de la madre
en la parte inferior y a la del padre en la superior.
Una yegua, en efecto, podría recibir el esperma de un asno y una burra, el de un caballo, conservarlo y llevarlo a la perfección hasta la formación de un animal hibrido. Así también una loba podría recibir el de un perro y una perra, el de un lobo o el de un zorro como también una zorra, el de un perro. Pero una yegua no podría recibir ni siquiera el semen de un hombre en la cavidad de su útero pues sería necesario un miembro viril más largo y, si en alguna ocasión pudiera recibirlo, se destruiría enseguida o a no mucho tardar.
No obstante, oh Píndaro, a ti te concedemos el cantar y el contar mitos, pues sabemos que la musa poética necesita lo sorprendente no menos que sus otros ornamentos, pues pienso que tú quieres no tanto ensenar a tus oyentes cuanto sorprenderlos, encantarlos y embelesarlos. Nosotros, en cambio, que nos ocupamos de la verdad y no de la mitología, sabemos con certeza que el ser de un hombre no se puede mezclar en absoluto con el de una yegua. […]



Fuente: Galeno, el uso de las partes – Libro III

Foto: Da Pompeii, Casa di Sirico, Museo Archeologico Nazionale di Napoli, CC 4.0 (JoJan)


domingo, 2 de septiembre de 2018

Primera Catalinaria.

¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra paciencia, Catilina? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos sé arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la nocturna guardia del Palatino, ni la vigilancia en la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los hombres honrados, ni este protegidísimo lugar donde el Senado se reúne, ni las miradas y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves tu conjuración fracasada por conocerla ya todos? ¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo que has hecho anoche y antes de anoche; dónde estuviste; a quiénes convocaste y qué resolviste? ¡Oh qué tiempos! ¡Qué costumbres! ¡El Senado sabe esto, lo ve el cónsul, y, sin embargo, Catilina vive! ¿Qué digo vive? Hasta viene al Senado y toma parte en sus acuerdos, mientras con la mirada anota los que de nosotros designa a la muerte. ¡Y nosotros, varones fuertes, creemos satisfacer a la república previniendo las consecuencias de su furor y de su espada! Ha tiempo, Catilina, que por orden del cónsul debiste ser llevado al suplicio para sufrir la misma suerte que contra todos nosotros, también desde hace tiempo, maquinas.

Un ciudadano ilustre, P. Escipión, pontífice máximo, sin ser magistrado hizo matar a Tiberio Graco por intentar novedades que alteraban, aunque no gravemente, la constitución de la república; y a Catilina, que se apresta a devastar con la muerte y el incendio el mundo entero, nosotros, los cónsules, ¿no le castigaremos? Prescindo de ejemplos antiguos, como el de Servilio Ahala, que por su propia mano dio muerte a Espurio Melio porque proyectaba una revolución. Hubo, sí, hubo en otros tiempos en esta república la norma de que los varones esforzados impusieran mayor castigo a los ciudadanos perniciosos que a los más acerbos enemigos. Tenemos contra ti, Catilina, un severísimo decreto del Senado; no falta a la república ni el consejo ni la autoridad de este alto cuerpo; nosotros, francamente lo digo, nosotros los cónsules somos quienes la faltamos.

En pasados tiempos decretó un día el Senado que el cónsul Opimio cuidara de la salvación de la república, y antes de que pasara una sola noche había sido muerto Cayo Graco por sospechas de intentos sediciosos; sin que le valiese la fama de su padre, abuelo y antecesores, y había muerto también el consular M. Fulvio con sus hijos. Idéntico decreto confió a los cónsules C. Mario y L. Valerio, la salud de la república. ¿Transcurrió un solo día sin que el castigo público se cumpliese con la muerte de Saturnino, tribuno de la plebe y la del pretor C. Sevilio? ¡Y nosotros, senadores, dejamos enmohecer en nuestras manos desde hace veinte días la espada de vuestra autoridad! Tenemos también un decreto del Senado, pero archivado, como espada metida en la vaina. Según ese decreto tendrías que haber muerto al instante, Catilina. Vives, y no vives para renunciar a tus audaces intentos, sino para insistir en ellos. Deseo, padres conscriptos, ser clemente; deseo también, en peligro tan extremo de la república, no parecer débil; pero ya condeno mi inacción, mi falta de energía. […]

Fuente: Marco Tulio Cicerón – Catilinarias.

Foto: Cicerón en su discurso contra catalina, fresco situado en Palazzo Madama de Roma. (Dominio público).