El tránsito se
regía por la misma oposición de día y noche. Durante el día había una intensa
animación, un bullicio desenfrenado, un estrépito infernal. Las tabernae se
pueblan nada más abrirse y sacan sus puestos a la calle. Los barberos afeitan a
sus clientes en mitad de la calzada. Los buhoneros del Trastevere intercambian
sus cajas de pajuelas por abalorios. Más allá, los figoneros, enronquecidos a
fuerza de gritar a una clientela que les ignora, preparan sus humeantes salchichas
a la vista del público. Los maestros de escuela y sus alumnos se desgañitan. De
pronto un coleccionista deja caer sobre una tabla mugrienta unas monedas con la
efigie de Nerón; más allá, un batidor de polvo de oro golpea violentamente con
un martillo la piedra desgastada; en un cruce, un círculo de curiosos observa
asombrado a un encantador de serpientes. Por todas partes resuenan los
martillos de los caldereros; las temblorosas voces de los mendigos, invocando a
la diosa Bellona o relatando sus azarosos infortunios, tratan de ganar la
compasión de los transeúntes. Éstos fluyen por las calles como una marea
creciente que arrasa los obstáculos encontrados a su paso. Por indignas
callejuelas como las de un pueblucho todo el mundo va y viene, por la sombra o
a pleno sol, grita, se comprime, se empuja
quince siglos antes de que Boileau agudizara su verbo para satirizar
sobre los colapsos de París, Juvenal ya satirizaba sobre los que se
producían en la vieja Roma.
Podríamos creer
que al llegar la noche estas aglomeraciones cesaban para dar paso a un silencio
miedoso y a una paz sepulcral; sin embargo, se sustituían por un trasiego
distinto. Una vez refugiados los ciudadanos en sus casas, empezaban a desfilar,
siguiendo las disposiciones de César , las bestias de
carga, los carreteros y los convoyes de provisiones. El dictador había
comprendido que la circulación diurna de estos vehículos por unos vici accidentados,
estrechos y muy transitados, si bien era imprescindible para atender las
necesidades de la población, constituía un peligro permanente para los
ciudadanos y un engorro para la ciudad. De aquí las medidas radicales que tomó
y que conocemos como su ley póstuma (“Lex Iulia Municipalis”). Desde la salida del sol hasta el
anochecer, no se permitía el tránsito de carros por las calles de la Urbs. Los
vehículos que no hubieran podido retirarse antes del alba, debían permanecer
vacíos y estacionados. Sólo había cuatro excepciones a esta regla inflexible.
Las tres primeras hacían referencia a ocasiones excepcionales: en los días de
ceremonias solemnes, se permitía el tránsito de los carros de las Vestales, del
Sumo Oficiante y de los Flamines; los días en que se celebraba un
triunfo, a los carros necesarios para conmemorar la victoria; y los días de
juegos públicos, a los vehículos que requería esta celebración oficial. La
cuarta es una excepción a perpetuidad, y alude a los carros de los
constructores encargados de demoler una vivienda en mal estado para
reconstruirla más habitable y bella. Fuera de estos casos, claramente
especificados, durante el día sólo circulaban por la Roma antigua los peatones,
los jinetes y los ciudadanos que poseían literas o sillas portátiles; de modo que,
ya se tratase de la celebración de un humilde funeral nocturno, o de un funeral
a plena luz del día, precedido por el sonar de flautas y trompas y seguido de
una larga fila de parientes, amigos y plañideras (praeficae ), el
difunto, en unos casos dentro de un lujoso ataúd (capulum) y en otros en
una caja alquilada (sandapila), era trasladado para su entierro o
incineración en unas parihuelas que llevaban los vespillones. Sin
embargo, al llegar la noche comenzaba un incesante trasiego de carros que
llenaba la ciudad con su estruendo.
Fuente: La vida
en Roma en el apogeo de Imperio de Jérome Carcopino.
Página Facebook: Ángel Portillo Lucas
Blog personal: Lignum en Roma
Foto: grabado de
un carpentum, CC2 (Binter).
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