jueves, 6 de septiembre de 2018

Las calles de Roma y la circulación



El tránsito se regía por la misma oposición de día y noche. Durante el día había una intensa animación, un bullicio desenfrenado, un estrépito infernal. Las tabernae se pueblan nada más abrirse y sacan sus puestos a la calle. Los barberos afeitan a sus clientes en mitad de la calzada. Los buhoneros del Trastevere intercambian sus cajas de pajuelas por abalorios. Más allá, los figoneros, enronquecidos a fuerza de gritar a una clientela que les ignora, preparan sus humeantes salchichas a la vista del público. Los maestros de escuela y sus alumnos se desgañitan. De pronto un coleccionista deja caer sobre una tabla mugrienta unas monedas con la efigie de Nerón; más allá, un batidor de polvo de oro golpea violentamente con un martillo la piedra desgastada; en un cruce, un círculo de curiosos observa asombrado a un encantador de serpientes. Por todas partes resuenan los martillos de los caldereros; las temblorosas voces de los mendigos, invocando a la diosa Bellona o relatando sus azarosos infortunios, tratan de ganar la compasión de los transeúntes. Éstos fluyen por las calles como una marea creciente que arrasa los obstáculos encontrados a su paso. Por indignas callejuelas como las de un pueblucho todo el mundo va y viene, por la sombra o a pleno sol, grita, se comprime, se empuja  quince siglos antes de que Boileau agudizara su verbo para satirizar sobre los colapsos de París, Juvenal ya satirizaba sobre los que se producían en la vieja Roma.


Podríamos creer que al llegar la noche estas aglomeraciones cesaban para dar paso a un silencio miedoso y a una paz sepulcral; sin embargo, se sustituían por un trasiego distinto. Una vez refugiados los ciudadanos en sus casas, empezaban a desfilar, siguiendo las disposiciones de César , las bestias de carga, los carreteros y los convoyes de provisiones. El dictador había comprendido que la circulación diurna de estos vehículos por unos vici accidentados, estrechos y muy transitados, si bien era imprescindible para atender las necesidades de la población, constituía un peligro permanente para los ciudadanos y un engorro para la ciudad. De aquí las medidas radicales que tomó y que conocemos como su ley póstuma (“Lex Iulia Municipalis”). Desde la salida del sol hasta el anochecer, no se permitía el tránsito de carros por las calles de la Urbs. Los vehículos que no hubieran podido retirarse antes del alba, debían permanecer vacíos y estacionados. Sólo había cuatro excepciones a esta regla inflexible. Las tres primeras hacían referencia a ocasiones excepcionales: en los días de ceremonias solemnes, se permitía el tránsito de los carros de las Vestales, del Sumo Oficiante y de los Flamines; los días en que se celebraba un triunfo, a los carros necesarios para conmemorar la victoria; y los días de juegos públicos, a los vehículos que requería esta celebración oficial. La cuarta es una excepción a perpetuidad, y alude a los carros de los constructores encargados de demoler una vivienda en mal estado para reconstruirla más habitable y bella. Fuera de estos casos, claramente especificados, durante el día sólo circulaban por la Roma antigua los peatones, los jinetes y los ciudadanos que poseían literas o sillas portátiles; de modo que, ya se tratase de la celebración de un humilde funeral nocturno, o de un funeral a plena luz del día, precedido por el sonar de flautas y trompas y seguido de una larga fila de parientes, amigos y plañideras (praeficae ), el difunto, en unos casos dentro de un lujoso ataúd (capulum) y en otros en una caja alquilada (sandapila), era trasladado para su entierro o incineración en unas parihuelas que llevaban los vespillones. Sin embargo, al llegar la noche comenzaba un incesante trasiego de carros que llenaba la ciudad con su estruendo.


Fuente: La vida en Roma en el apogeo de Imperio de Jérome Carcopino. 


Página Facebook: Ángel Portillo Lucas

Blog personal: Lignum en Roma 

Foto: grabado de un carpentum, CC2 (Binter).


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