Tres de ellos
dependen de la naturaleza, el otro de lo que se pueda y se quiera. Propio de la
naturaleza es, y a ello hay que mirar en primer lugar, que en los lugares que
destines al cultivo el aire sea saludable y apacible, el agua salubre y
abundante, bien sea porque nazca allí, o sea traída, o se recoja de la lluvia; la
tierra fértil y cómoda por su emplazamiento.
La aptitud del
aire.
Testimonian,
pues, la salubridad del aire los lugares apartados de valles profundos,
despejados de nieblas por las noches así como la estimación de los siguientes
síntomas de sus habitantes: si tienen un color sano, la cabeza bien erguida, la
mirada clara, el oído fino y la garganta da paso a una voz cristalina. De esta
forma se comprueba la pureza del aire, pues lo contrario denota un tipo de
clima insano.
La buena calidad
del agua.
La salubridad
del agua se reconoce así: ante todo, que no proceda de estanques o charcas, que
no tenga su nacimiento en las minas, que sea trasparente y no esté alterada por
sabor u olor alguno, que no deposite lodo, que alivie el frío por tibia y
aplaque e1 calor del verano por fresca. Pero como la naturaleza, substrayendo
todas estas cosas a la vista, gusta de encubrirse guardando el mal oculto, la
reconoceremos también por la salud de sus habitantes: si está limpia la
garganta de los que la beben, si la cabeza está sana y no hay ninguna afección,
o es poco frecuente, en pulmones y estómago —pues muchas veces lo que está
infectado en la parte superior del cuerpo propaga las enfermedades a la parte
inferior, de modo que cuando la cabeza está afectada, el mal desciende a los
pulmones y estómago, y entonces hay que echar la culpa más bien al aire—,
después, si el vientre, las tripas, los pulmones o los riñones no están
aquejados por dolor o inflamación alguna y si no hay enfermedades vesicales;
cuando estos síntomas los veas detectados en la mayor parte de los habitantes,
no receles del aire ni de las fuentes.
La calidad de
las tierras.
En las tierras
hay que buscar la fertilidad; que no sea una gleba blanca y desnuda, ni
sablón delgado sin mezcla de mantillo, ni greda pura, ni arenas finas, ni grava
seca, ni tenga la delgadez pedregosa del polvo dorado, ni tierra salada o
amarga, ni encharcada, ni toba arenosa y seca, ni un valle excesivamente umbrío
y cerrado, sino que sea una tierra suelta y más bien negra capaz de
recubrirse con un tapiz de césped, o de un color intermedio, de forma que,
aunque sea poco densa, se aglutine, sin embargo, con la adición de un suelo graso.
Lo que dé que no sea ni rugoso, ni reseco, ni falto de savia natural. Que
produzca, ya que es una buena señal de dar cereales, yezgo, junco, caña,
césped, trébol que no sea endeble, zarzas grandes y ciruelas silvestres.
En cambio, no
hay que empeñarse en buscar el color, sino la crasitud y la dulzura.
Comprobarás la grasa de este modo: disuelves en agua dulce un poquito de tierra
y le das vueltas; si es pegajosa y liga, prueba que contiene grasa, también,
se hace un agujero y se vuelve a llenar; si sobra tierra, es grasa, si falta,
es seca, si queda al ras, intermedia. De otra parte, su dulzura se
reconoce si de la parte del campo que menos te gusta, pruebas por el sabor un
terrón disuelto en agua dulce en un recipiente de barro. […]
Fuente. Tratado
de Agricultura de paladio
Página Facebook: Ángel Portillo Lucas
Blog: Lignum en Roma
Foto. Roman harvester,
trier (dominio público).
No hay comentarios:
Publicar un comentario