En su obra, la de Ovidio, aparecen recetas que parecen ser tratamientos cosméticos genuinos, o al menos posibles. Explica la utilización, incluyendo proporciones e instrucciones, de materiales presentes en aquella época como cebada, yeros (especie de legumbre antigua de origen oriental), huevos, cuernos de ciervo, bulbos de narciso, goma con semilla, toscana y miel. El autor promete que «Cualquier mujer que se unte el rostro con tal cosmético, brillará con más lisura que su propio espejo».
La Gran mayoría de los materiales recetados por Ovidio son, en efecto, tratamientos que parecen efectivos para el cuidado de la piel. Algunos de ellos, como la harina de avena, el germen de trigo y la clara de huevo, son utilizados habitualmente en la fabricación moderna de cosméticos y de productos para el cuidado de la epidermis.
Aquí os dejo algunas líneas de la obra de Ovidio:
«Aprended, mujeres, qué cuidados embellecen vuestro rostro y de qué manera podéis preservar vuestra hermosura. El cultivo dio órdenes a la estéril tierra de que hiciera brotar los dones de Ceres y perecieron los espinosos zarzales. El cultivo mejora los jugos amargos en la frutas y un árbol al que se le ha hecho una incisión adquiere por injerto propiedades nuevas. Lo cultivado resulta grato: los elevados techos son recubiertos de oro, la oscura tierra queda escondida bajo las losas de mármol que sobre ella se colocan. A menudo también a los vellones se los colorea en un caldero según la costumbre de Tiro; la India nos ofrece para nuestro lujo el marfil cortado en trozos».
El autor, entre otros hechos, asemeja el rostro o la hermosura femenina al cambio que dio el mundo cuando Ceres por la alegría de recuperar a su hija, Proserpina, regaló al hombre el don de la agricultura. La tierra entonces se engalanó de campos, flores y frutos que dieron belleza a la vez que sabores a un mundo lleno de zarzales donde el único alimento de los hombres eran las bellotas.
«Quizá las antiguas sabinas en tiempo del rey Tacio hubiesen preferido cultivar los campos de su padre antes que a sí mismas […]; pero vuestras madres han traído al mundo hijas delicadas: queréis cubrir vuestro cuerpo con vestiduras doradas, queréis variar la forma de peinar vuestros perfumados cabellos y queréis tener una mano que, cubierta de piedras preciosas, llame la atención; os colgáis del cuello perlas buscadas en Oriente y dos pendientes de vuestras orejas, único peso que en ella podéis llevar. Y desde luego, no es vituperable: preocupaos por gustar, ya que vivís en una época en que también los hombres se adornan: vuestros maridos se engalanan, siguiendo la norma de las mujeres y una novia apenas tiene nada que añadir a ese ornato. […]»
Para Ovidio los tiempos en el que las mujeres eran duras trabajadoras, frugales y no cuidaban en exceso su aspecto habían pasado. La mujer romana de la monarquía y la república no era la misma. El poeta coincide con Augusto y el comportamiento, tanto de mujeres como de hombres era otro. Hecho que proporcionó verdaderos quebraderos de cabeza al padre del Imperio Romano.
«En primer lugar, mujeres, habéis de velar por vuestras cualidades espirituales: un rostro resulta atractivo si va acompañado de inteligencia. El amor que se funda en las cualidades del espíritu es firme. El paso del tiempo arruinará vuestra belleza, y vuestra cara atractiva se verá surcada de arrugas. Tiempo vendrá en que al miraros al espejo sentiréis pesar, y la misma pesadumbre será otra causa más de arrugas. Pero la honestidad se mantiene por mucho tiempo, y durante los años que ella dura, el amor le está totalmente sujeto».
La mujer debía cuidar además de su aspecto externo las «Cualidades espirituales» pues parte de la belleza —en aquella época— era también el comportamiento femenino de la mujer. Ellas tenían que ser: adorables, encantadoras, dulces, sin espíritu pendenciero, castas, buenas amas de casa, saber cuál es su sitio, aprender en silencio y ser sumisas. Estas eran las cualidades que un hombre de los inicios del Imperio buscaba en una mujer y que encontraría deseables para entablar una relación duradera.
Tras eso Ovidio nos da la receta de varios ungüentos, dos de los cuales detallo a continuación
Ungüento para dar tersura y brillantez al rostro.
«Di, pues, de qué manera puede un rostro brillar resplandeciente de blancura. Para dar una vez que el sueño ha relajado los miembros delicados. A la cebada que los colonos de Libia enviaron en sus naves, quítale la paja y el corzuelo, y pon a reblandecer igual medida de yeros en diez huevos (la cebada, ya limpia, debe pesar dos libras): cuando todo esto lo haya secado el soplo del viento, haz que lo triture lentamente una burra bajo la áspera muela; y machaca cuernos de ciervo vivaz, aquellas partes que estén a punto de caérsele; todo esto en cantidad de una sexta parte de libra. Y una vez que la mezcla se haya convertido en harina muy fina, enseguida ciérnela en un tamiz de malla tupida; añade doce bulbos de narciso sin la cáscara y que tu diestra vigorosa los machaque en un mortero de mármol bien limpio; echa también dos onzas de goma con semilla toscana, añádele otras tantas nueve partes más de miel: cualquier mujer que se unte el rostro con tal cosmético, brillará con más lisura que su propio espejo».
Otro ungüento para dar tersura y brillantez al rostro.
«No dudes en tostar pálidos altramuces y cuece al mismo tiempo habas de cuerpo hinchado: que ambas partes pesen exactamente por igual seis libras y que las muelas lentas las trituren. No te falte tampoco albayalde, ni espuma de nitro bermellón, ni el iris que viene del suelo de Iliria: deja que todo esto lo amasen conjuntamente brazos robustos de jóvenes (pero que el peso justo de lo triturado sea de una onza)».
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Fuente: Sobre la cosmética del rostro femenino de Ovidio.
Ángel Portillo Lucas, autor de:
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Miembro del grupo de recreación histórica Barcino Oriens (Legio II Traiana Fortis) y Miembro de Divulgadores de la Historia.