sábado, 21 de agosto de 2021

NOCIONES SOBRE LA RELIGIOSIDAD DE LOS ROMANOS.

 

El pueblo romano fue, según testimonio de ellos mismos, el más religioso de la Antigüedad pues tenía la convicción de que el orden natural era el orden de los dioses. Por eso, para ellos, era tan importante la pax deorum o el pacto y la unidad entre hombres y dioses que se alcanzaba mediante la estricta observación de las virtudes y la religión. Pretendían comprender a los dioses, es decir, las fuerzas de la naturaleza, u orden natural, que los rodeaba. Para un romano los dioses eran el camino a la sabiduría y la humanidad que los completaba como seres; y a la “sabiduría” sólo se llegaba mediante la pax deorum. Este acuerdo simbolizaba que los dioses les eran favorables puesto que los romanos estaban en paz y armonía con las fuerzas naturales. Como estos observaban esta pax las divinidades eran favorables a Roma.



«Por mucho que nos amemos, senadores, no podemos igualar a los hispanos en número, a los galos en fortaleza, a los cartagineses en astucia, a los griegos en las artes, ni a los mismos italianos y latinos en el sentimiento nativo y natural de este pueblo y esta tierra; pero en la piedad, en la religión y en esa sabiduría especial por la que sabemos que todo se rige y se gobierna por la voluntad de los dioses, superamos a todos los pueblos y naciones» (Nat.2.3, Cicerón).



Polibio, Varrón y Tito Livio nos dejan también en sus textos su opinión sobre el tema. Los romanos, según ellos, eran más religiosos que los mismos dioses. Tenían treinta mil dioses o más, pues había que añadir los numina, fuerzas divinas, que residían en la naturaleza. Presumían a su vez que Roma era una ciudad que estaba impregnada de religión ya que había infinidad de templos en los que residían los dioses. Fustel de Coulanges, historiador francés, afirma que en Roma había más dioses que ciudadanos y que no existía un solo acto en la vida privada o pública de los romanos en que no se hiciera intervenir a los dioses.



Fustel de Coulanges en su obra La Ciudad Antigua comenta lo siguiente:

«La casa de un romano era para él lo que un templo para nosotros: en ella se encuentra su culto y sus dioses. Su hogar es un dios; dioses son los muros, las puertas, el umbral; los límites que rodean su campo también son dioses. La tumba es un altar; sus antepasados, seres divinos. Cada una de sus acciones cotidianas es un rito, el día entero pertenece a su religión. Mañana y tarde invoca a su hogar, a sus Penates, a sus antepasados; al salir de casa o al volver, les dirige una oración. Cada comida es un acto religioso que comparte con sus divinidades domésticas. El nacimiento, la iniciación, la imposición de la toga, el casamiento y los aniversarios de todos estos acontecimientos, son los actos solemnes de su culto. Sale de su casa y apenas puede dar un paso sin encontrar un objeto sagrado: o es una capilla, o un lugar herido antaño por el rayo; tan pronto ha de concentrarse para pronunciar una oración, como ha de volver los ojos y cubrirse el rostro para evitar el espectáculo de un objeto funesto. Todos los días sacrifica en su casa, cada mes en su curia, varias veces al año en su gens o en su tribu. Además de todos estos dioses, aún debe culto a los de la Urbe. Hace sacrificios para dar gracias a los dioses; realiza actos, y en mayor número, para calmar su cólera. Un día se muestra en una procesión danzando, según un ritmo antiguo, al son de la flauta sagrada. Otro día conduce los carros donde van las estatuas de las divinidades. Otra vez un lectisternium, en medio de la calle se dispone una mesa con comida; las estatuas de los dioses se reclinan en sus lechos, y cada romano pasa, se inclina, llevando una corona en la cabeza y una rama de laurel en la mano. Hay una fiesta para la siembra; otra para la siega; otra para la poda de la vid. Antes de que el trigo haya espigado, ha hecho más de diez sacrificios e invocado a una docena de divinidades particulares para el éxito de la cosecha».

Para dar a entender la complejidad de las deidades romanas valga como ejemplo esta enumeración de los dioses que intervenían en el cultivo de los campos: Verváctor, «Arador de primavera»; Reparátor, «Preparador de la tierra »; Impórcitor, «El que hace surcos con el arado»; ínsitor, «el que ahonda la semilla»; Obarátor, «El que ara por encima»; Ocátor, «El que deshace los terrones con el rastrillo»; Sarcítor, «Cavador»; Subruncinátor, «Escardador»; Mésor, «Segador»; Convéctor, «Acarreador»; Cónditor, «Almacenador»; Prómitor, «El que saca». Tras pasar el tiempo algunas de estas deidades se unieron al culto a Ceres.

Los romanos sostenían que algunos ritos, acciones u objetos favorecían la buena suerte o alejaban lo negativo y transmitieron dichas creencias a sus descendientes, no olvidemos lo importante que eran para ellos las costumbres. El historiador francés, entre otras cosas, añade lo siguiente en cuanto a esto:

«Sobre todo tienen un gran número de fiestas para los muertos, porque les tiene miedo. Jamás sale el romano de casa sin mirar si aparece algún pájaro de mal agüero. Hay palabras que no se atreve a pronunciar en toda su vida. Si tiene algún deseo, lo escribe en una tablilla, que deposita al pie de la estatua de un dios. A cada momento consulta a los dioses y quiere saber su voluntad. Todas sus resoluciones las encuentra en las entrañas de las víctimas, en el vuelo de los pájaros, en los avisos del rayo. La noticia de una lluvia de sangre o de un buey que ha hablado le turba y le hace temblar; solo quedará tranquilo cuando una ceremonia expiatoria le haya puesto en paz con los dioses. Siempre sale de su casa con el pie derecho. Solo se corta el pelo en plenilunio. Lleva consigo amuletos. Contra el incendio cubre los muros de su casa con inscripciones mágicas. Sabe fórmulas para evitar la enfermedad y otras para curarla. Jamás delibera en el Senado si las víctimas no han ofrecido signos favorables. Abandona la asamblea del pueblo si ha oído el grito de un ratón. Renuncia a los proyectos más meditados si advierte un mal presagio o si una palabra funesta hiere sus oídos. Es valiente en el combate, pero a condición de que los auspicios le aseguren la victoria».
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Fuentes:
La Ciudad Antigua de N.D.Fustel de Coulanges. Barcelona 1971, traducción de C. A. Martín.
Diccionario de la Religión Romana de José Contreras Valverde, Gracia Ramos Acebes e Inés Rico Rico.

Imágenes.
1 - Bible museum in Njimegen. Roman town: Lararium - shrine for the patron gods of the house, Creative Commons 3.0 Wolfgang Sauber.
2- Panteón de Roma, portal pixabay, dominio público.

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martes, 10 de agosto de 2021

La visión de las epidemias en la antigüedad.

«La plaga es un castigo del Señor por los pecados cometidos por los hombres», Juan de Éfeso.

Plague in an Ancient City by Michiel Sweerts, public domain



En contra de la creencia popular en ciudades como la Roma republicana la vida diaria se realizaba en un medio insano de hacinamiento, malnutrición y pobreza, con un alto riesgo de contaminación del agua y los alimentos con materia fecal humana y animal, sin olvidar los insectos. Un ambiente óptimo para la aparición de enfermedades transmisibles endémicas. Sin embargo estos fenómenos fueron normalmente locales. Después del Imperio y la globalización del mundo mediterráneo era mucho más fácil viajar y las rutas comerciales eran más extensas, llegando a Oriente; más vías para de acceso por los agentes patógenos.

The angel of death during the plague of Rome, Creative Commons 4.0 by Fæ



Lo explicado anteriormente no era para la época la causa de la enfermedad. La visión general era que los dioses intervenían en todos los quehaceres de la vida y que con su paz o con su ira se podía explicar todo. Dicho de otro modo, ellos eran el orden natural de las cosas, si éste se rompía, sobrevenía, entre otras cosas, la enfermedad. El concepto de que los dioses curaban las enfermedades era tan real, tan cierto, que se consideraba incuestionable. De ahí que el tratamiento de estas plagas o pestilencias se abordó desde tres ámbitos.

En primer lugar, se pusieron en marcha medidas de carácter religioso, con el fin de aplacar a los dioses. Por ejemplo, en Roma tras una gran epidemia en 239 a. C. se introdujo el culto a Esculapio (Asclepio, dios griego de la medicina) el templo de la cual se elevó a la isla Tiberina.

En segundo lugar, se trató de utilizar el conocimiento de la época a través de la actuación de los médicos, sacerdotes o sanadores, que en la mayoría de las ocasiones eran la misma persona. Los tratamientos no escapaban a esta realidad social, oraciones y ofrendas eran, sin duda, rituales de curación que buscaban congraciarse al paciente con la divinidad. No podemos olvidar aquí el importante uso de remedios de herborista o minerales que se suministraba al enfermo mezclado con la liturgia del rito expiatorio.

Finalmente, fue constante la implicación del estado, o el poder público, en la lucha para vencer a la enfermedad, porque el ataque de la pandemia constituía un factor de ruptura de la cohesión y del orden social. Tucídides, historiador y militar, nos relata lo siguiente sobre la peste de Atenas: «Los era igual mostrarse piadosos o impíos, ya que veían a todos morir por igual. En caso de actos criminales, nadie conseguía vivir lo suficiente para que tuviera lugar el juicio; mucho más pesada era la amenaza para la que ya estaban condenados ». Sobre la peste de Justiniano del historiador Procopius Caesarensis nos indica: «El confinamiento y aislamiento eran totales, porque era más que obligatorio para los enfermos», y añade «Justiniano, dada la desesperada situación, distribuyó pelotones de guardias por las calles. Con el dinero del tesoro imperial e incluso poniendo de su propio bolsillo sepultaba cuyos cuerpos no tenían a nadie que se ocupara de ello».

Por Ángel Portillo Lucas
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Fuentes:
Una aproximación a las pestes y epidemias en la antigüedad, Enrique Gozalbes Cravioto i Inmaculada García García.
Diccionario de la Religión Romana, Jose Contreras Valverde, Gracia Ramos Acebes i Ines Rico Rico. 
Los bajos fondos de la Antigüedad, C. Salles.

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