domingo, 2 de septiembre de 2018

Primera Catalinaria.

¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra paciencia, Catilina? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos sé arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la nocturna guardia del Palatino, ni la vigilancia en la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los hombres honrados, ni este protegidísimo lugar donde el Senado se reúne, ni las miradas y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves tu conjuración fracasada por conocerla ya todos? ¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo que has hecho anoche y antes de anoche; dónde estuviste; a quiénes convocaste y qué resolviste? ¡Oh qué tiempos! ¡Qué costumbres! ¡El Senado sabe esto, lo ve el cónsul, y, sin embargo, Catilina vive! ¿Qué digo vive? Hasta viene al Senado y toma parte en sus acuerdos, mientras con la mirada anota los que de nosotros designa a la muerte. ¡Y nosotros, varones fuertes, creemos satisfacer a la república previniendo las consecuencias de su furor y de su espada! Ha tiempo, Catilina, que por orden del cónsul debiste ser llevado al suplicio para sufrir la misma suerte que contra todos nosotros, también desde hace tiempo, maquinas.

Un ciudadano ilustre, P. Escipión, pontífice máximo, sin ser magistrado hizo matar a Tiberio Graco por intentar novedades que alteraban, aunque no gravemente, la constitución de la república; y a Catilina, que se apresta a devastar con la muerte y el incendio el mundo entero, nosotros, los cónsules, ¿no le castigaremos? Prescindo de ejemplos antiguos, como el de Servilio Ahala, que por su propia mano dio muerte a Espurio Melio porque proyectaba una revolución. Hubo, sí, hubo en otros tiempos en esta república la norma de que los varones esforzados impusieran mayor castigo a los ciudadanos perniciosos que a los más acerbos enemigos. Tenemos contra ti, Catilina, un severísimo decreto del Senado; no falta a la república ni el consejo ni la autoridad de este alto cuerpo; nosotros, francamente lo digo, nosotros los cónsules somos quienes la faltamos.

En pasados tiempos decretó un día el Senado que el cónsul Opimio cuidara de la salvación de la república, y antes de que pasara una sola noche había sido muerto Cayo Graco por sospechas de intentos sediciosos; sin que le valiese la fama de su padre, abuelo y antecesores, y había muerto también el consular M. Fulvio con sus hijos. Idéntico decreto confió a los cónsules C. Mario y L. Valerio, la salud de la república. ¿Transcurrió un solo día sin que el castigo público se cumpliese con la muerte de Saturnino, tribuno de la plebe y la del pretor C. Sevilio? ¡Y nosotros, senadores, dejamos enmohecer en nuestras manos desde hace veinte días la espada de vuestra autoridad! Tenemos también un decreto del Senado, pero archivado, como espada metida en la vaina. Según ese decreto tendrías que haber muerto al instante, Catilina. Vives, y no vives para renunciar a tus audaces intentos, sino para insistir en ellos. Deseo, padres conscriptos, ser clemente; deseo también, en peligro tan extremo de la república, no parecer débil; pero ya condeno mi inacción, mi falta de energía. […]

Fuente: Marco Tulio Cicerón – Catilinarias.

Foto: Cicerón en su discurso contra catalina, fresco situado en Palazzo Madama de Roma. (Dominio público).


No hay comentarios:

Publicar un comentario