A causa de que el
trasporte rodado estaba prohibido en Roma durante las horas diurnas (Lex Iulia
Municipalis) “los cisiarii se
apostaban en las puertas de la ciudad a la espera de su clientela; a partir de
aquí, la calesa o bien penetraba en el interior de la urbe, dependiendo de la
hora del día, o bien salía de ella en dirección a cualquiera de las villas y
aldeas que salpicaban la campiña. Los carreteros, taxistas o cisiarii, mercaderes y transportistas
estaban colegiados en corporaciones no muy diversas de las asociaciones
gremiales, que contaban con sus sedes, sus reglamentos, una presidencia, y a
veces su religión particular y sus zonas de sepultura ya definidas. Los
arqueólogos descubrieron un collegium
de cisiarii en la Puerta Romana de
Ostia que se atravesaba para coger la vía Ostiense, en dirección a la Ciudad
Eterna. El mosaico en blanco y negro de su baño privado reflejaba la
iconografía de las actividades rutinarias de este colegio de arrieros: la
marcha sobre el cisium o a pie
azuzando con la fusta a los mulos, el enganche de las bestias, las paradas a
fin de dejarles pastar, etc. Sabemos además gracias a este pavimento termal que
bautizaban a sus animales con apodos jocosos del estilo de Barosus (Debilucho o
Majadero), Potiscus (Achispado), Podagrosus (Cojo), Pudens (Pudoroso), muy poco
halagadores si tenemos en cuenta que suponían su medio de sustento y el de sus
familias. Las corporaciones de iumentarii,
que alquilaban asnos, o también bueyes, y de carrucarii, que transportaban productos y materiales en sus carros,
se localizaban igualmente en las entradas a las poblaciones: en Roma, sedes de
ambos grupos profesionales se ubicaban en la Puerta Tiburtina y en la Puerta
Capena. Sus precios se calculaban por millas y por la cantidad de kilos
cargados, desde el asno que costaba cuatro denarios la milla andada, y el
camello, que duplicaba esa cantidad, a los carros con capacidad para quinientos
kilos, cuya contratación se fijaba en veinte denarios.
Los portadores de lecticae o literas también aguardaban en los ingresos a la ciudad a
fin de llevar en volandas a sus clientes (además de que sus túnicas de lana
encarnada los resaltaban entre la multitud), si bien la aristocracia poseía
habitualmente las suyas propias. La típica silla de mano, en la que su usufructuario
viajaba sentado dentro de una cabina, también existía, bajo el nombre de sella gestatoria. La litera no sería el
medio más rápido de cruzar una ciudad de un tamaño importante, pero sí uno ágil
y cómodo: resguardado por los cortinajes del polvo, de la lluvia y de los rayos
solares, su usuario, recostado encima de almohadones en su interior, se
abandonaba a la lectura, a la escritura, y por qué no, degustaba manjares.
Fuera, entre cuatro (en las literas frugales) y ocho (en las menos sobrias)
esclavos, los lecticarii, acometían
el trabajo duro. A menudo procedían de oriente, de lugares como la Capadocia
(Turquía) o Siria, y las fuentes antiguas no alaban precisamente su reputación,
ni por supuesto la de las mujeres que, embelesadas por sus sudorosos músculos,
corrían detrás de ellos con lascivia. Marcial definía de lecticariola a una de ellas. Realmente da la sensación de que estos
porteadores depositaban una gran confianza en su corpulencia, pues no se
amilanaban fácilmente: en el regicidio de Calígula, en el 41 d. C., los
primeros en acudir en su auxilio fueron los esclavos de su litera enarbolando
las pértigas con las que la maniobraban; los segundos en entrar en escena, por
cierto, fueron los germanos que escoltaban al emperador, cuyo furor les cegó en
ese instante sin preocuparse al cobrarse su venganza de hacer distinciones
entre los verdaderos asesinos y los transeúntes inocentes.”
Fuente: Viajes Por El Antiguo Imperio Romano de Jorge Garcia Sanchez.
Página FaceBook. Ángel Portillo Lucas.
Blog: Lignum en Roma.
Foto: Porta Esquilina o
Arco di Gallieno. Creative Commons 1.0 by
Panairjdde, April 2005.
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