La condición de la vida de un hombre tiene mucho que ver con el primer y el último día de su existencia, porque es sumamente importante bajo qué auspicios se comienza y de qué manera se acaba. De ahí que, al fin y a la postre, juzguemos que ha sido feliz aquél que tuvo la suerte de ver la luz con buenos augurios y morir apaciblemente. En cuanto al período intermedio de nuestra existencia, es la fortuna la que maneja el timón, efectuando una travesía a veces agitada, a veces tranquila. Sin embargo, su duración siempre defrauda nuestras esperanzas, ya que, o bien se prolonga merced a nuestros apasionados deseos, o bien se consume casi sin motivo.
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Y es que, si uno quiere aprovechar bien su vida, por muy corta que sea, puede hacer que parezca mucho más larga, superando el número de los años vividos con una gran cantidad de obras. Porque, ¿qué importancia tiene gozar de una vida ociosa, si más que saborear la vida la dejas pasar? Pero, para no salirme de la cuestión, me referiré a aquéllos que murieron de una muerte nada corriente.
Tulo Hostilio (640 a.C.), el tercer rey de Roma, fulminado por un rayo, ardió con toda su casa. Una manera singular de morir, pues ocurrió que este eminente personaje de la ciudad pereciera en ella, sin que los ciudadanos pudiesen siquiera tributarle sus últimos honores. La llama del cielo lo rebajó a la situación de que su propio hogar y su palacio se convirtiesen en su hoguera y su sepulcro.
Es casi inverosímil que la alegría pueda tener la misma capacidad que posee un rayo para arrebatar la vida; y, sin embargo, la tiene. Después que se anunció la catástrofe acaecida junto al lago Trasimeno (segunda guerra Púnica), una madre se encontró junto a las puertas de la ciudad a su hijo superviviente, y murió mientras lo abrazaba. Otra estaba en su casa, desolada por la falsa noticia de la muerte de su hijo, y nada más verlo regresar, perdió la vida. ¡Qué insólita forma de fatalidad! Ellas que habían soportado el dolor, murieron de alegría. Pero no me extraña, tratándose de mujeres.
El cónsul Manio Juvencio Talna, colega de Tiberio Graco, cónsul por segunda vez, acababa de someter Córcega y se disponía a realizar un sacrificio, cuando recibió una carta anunciándole que el senado había decretado en su honor acciones de gracias a los dioses. Cuando leía atentamente la misiva, se le nubló la vista y, cayendo delante del altar, quedó muerto en el suelo. ¿Qué otra cosa podemos decir de él, sino que murió de una alegría excesiva? ¡He aquí, a quien se le podía haber confiado la destrucción de Numancia o Cartago! ". Manio Juvencio Talna fue tribuno en 170 a. C., pretor en 167 y cónsul en 163, junto a Tiberio Sempronio Graco, el padre de los Gracos.
En ese mismo desdichado momento de la república, Lucio Cornelio Mérula, antiguo cónsul y flamen de Júpiter, con tal de no convertirse en objeto de burla para los insolentes vencedores, se encerró en el santuario del dios y se abrió las venas. Así fue como logró eludir la notificación de una muerte humillante. Aquellos antiquísimos altares se empaparon de la sangre de su propio sacerdote.
Fue valiente la muerte del anterior; la de los siguientes es realmente ridícula. Cornelio Galo, antiguo pretor, y Tito Etereyo, caballero romano, murieron mientras practicaban el sexo. Aunque, ¿de qué sirve burlarse de quienes encontraron su muerte no en los placeres carnales sino en la fragilidad humana? El final de nuestra vida está expuesto a múltiples e inciertas vicisitudes, y con frecuencia consideramos que nuestra muerte se debe a unas causas que nada tienen que ver, pues en el momento mismo de morir confluyen muchas circunstancias que no tienen por qué provocar la muerte.
Tulo Hostilio (640 a.C.), el tercer rey de Roma, fulminado por un rayo, ardió con toda su casa. Una manera singular de morir, pues ocurrió que este eminente personaje de la ciudad pereciera en ella, sin que los ciudadanos pudiesen siquiera tributarle sus últimos honores. La llama del cielo lo rebajó a la situación de que su propio hogar y su palacio se convirtiesen en su hoguera y su sepulcro.
Es casi inverosímil que la alegría pueda tener la misma capacidad que posee un rayo para arrebatar la vida; y, sin embargo, la tiene. Después que se anunció la catástrofe acaecida junto al lago Trasimeno (segunda guerra Púnica), una madre se encontró junto a las puertas de la ciudad a su hijo superviviente, y murió mientras lo abrazaba. Otra estaba en su casa, desolada por la falsa noticia de la muerte de su hijo, y nada más verlo regresar, perdió la vida. ¡Qué insólita forma de fatalidad! Ellas que habían soportado el dolor, murieron de alegría. Pero no me extraña, tratándose de mujeres.
El cónsul Manio Juvencio Talna, colega de Tiberio Graco, cónsul por segunda vez, acababa de someter Córcega y se disponía a realizar un sacrificio, cuando recibió una carta anunciándole que el senado había decretado en su honor acciones de gracias a los dioses. Cuando leía atentamente la misiva, se le nubló la vista y, cayendo delante del altar, quedó muerto en el suelo. ¿Qué otra cosa podemos decir de él, sino que murió de una alegría excesiva? ¡He aquí, a quien se le podía haber confiado la destrucción de Numancia o Cartago! ". Manio Juvencio Talna fue tribuno en 170 a. C., pretor en 167 y cónsul en 163, junto a Tiberio Sempronio Graco, el padre de los Gracos.
En ese mismo desdichado momento de la república, Lucio Cornelio Mérula, antiguo cónsul y flamen de Júpiter, con tal de no convertirse en objeto de burla para los insolentes vencedores, se encerró en el santuario del dios y se abrió las venas. Así fue como logró eludir la notificación de una muerte humillante. Aquellos antiquísimos altares se empaparon de la sangre de su propio sacerdote.
También Herennio Sículo perdió su vida de forma audaz y denodada. Había sido arúspice y amigo de Gayo Graco. Es más, cuando por este preciso motivo era conducido hasta la cárcel, estrelló su cabeza contra la puerta, se desplomó y perdió la vida en el mismo instante en que daba comienzo su infame condena. Así fue como se adelantó un momento a la ejecución pública y a la mano del verdugo.
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Una violencia similar tuvo la muerte de Gayo Licinio Macro, antiguo pretor y padre de Calvo. Había sido acusado de concusión, y mientras se efectuaba el escrutinio de los votos, se subió al balcón de Menios ( un balcón que daba al foro). Cuando vio que Marco Cicerón, a la sazón presidente del tribunal, se despojaba de la pretexta, envió a uno para que le comunicara que no moría como condenado, sino como reo, por lo que sus bienes no podían ser subastados. Y sin más, cogió el pañuelo que casualmente llevaba en su mano, y estrechó su boca y su garganta hasta ahogar su respiración: con su muerte se anticipó al castigo. En cuanto Cicerón se enteró de la noticia, no quiso dictar sentencia. Y fue así, por la irregular muerte de su padre, como un orador de enorme talento pudo librarse a un tiempo de una posible penuria y del oprobio de una condena dentro de su propia familia. (Gayo Licinio Macro, tribuno en 73 a. C., pretor en 68, acusado de concusión en 66. Su hijo, Gayo Licinio Calvo, fue un célebre orador y poeta, amigo de Catulo).
Fue valiente la muerte del anterior; la de los siguientes es realmente ridícula. Cornelio Galo, antiguo pretor, y Tito Etereyo, caballero romano, murieron mientras practicaban el sexo. Aunque, ¿de qué sirve burlarse de quienes encontraron su muerte no en los placeres carnales sino en la fragilidad humana? El final de nuestra vida está expuesto a múltiples e inciertas vicisitudes, y con frecuencia consideramos que nuestra muerte se debe a unas causas que nada tienen que ver, pues en el momento mismo de morir confluyen muchas circunstancias que no tienen por qué provocar la muerte.
Fuente: Hechos y Dichos Memorables de Valerio Máximo.
Foto 1: Memento Mori, Pompeya, dominio público.
Foto 2: Bajo el Volcán, dominio público portal Pixbay.
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Miembro del grupo de recreación historica Barcino Oriens. (Legio II Traiana Fortis) y Miembro de Divulgadores de la Historia.
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