Se había precipitado todo: unos se lanzaron a la gran hoguera donde los pocos supervivientes habían arrojado todo objeto de valor, nada tenía que quedar para el despreciable general Aníbal Barca; otros mataron con sus propias manos a sus esposas e hijos, y algunas mujeres carentes ya de fuerzas y de hombre que lo hiciera pidieron la clemencia de una muerte rápida, ¡la deshonra que les esperaba con los púnicos era mucho peor¡ No fueron pocos, como en el caso de Armitalasko, que vieron caer murallas abajo a sus seres queridos pues su mujer no quiso que él sintiera en su falcata su sangre ni la de sus hijos y optó por saltar.
—Mamá, ¿me va a doler?
—No, Balcaldur, no te dolerá. Nunca dejaré que nadie te haga daño.
Así perdió a Sicedunin, su compañera, y a Balcaldur y Biulakos, sus dos hijos varones. En el corazón del guerrero dolía mucho más eso que cualquiera de las múltiples heridas que había sufrido durante los ocho largos meses de asedio.
Entre el olor a sangre y a muerte su caudillo, Isbataris, daba su último discurso a los pocos hombres que todavía le quedaban en pie.
—Hemos resistido durante muchos meses pero tras estos muros el despreciable Barca nos aguarda; no podemos pararlo. Nadie vendrá a ayudarnos y aunque lo hiciera ya es demasiado tarde para nosotros, nuestro destino está sellado. No podemos ganar y no podemos rendirnos. Hoy, en esta hora acabará todo para nosotros. Solo nos queda una cosa: la forma de morir.
—Uleee—. Tronó entre los iberos.
—Saldremos y atacaremos, correremos hacia nuestro destino.
—Uleee.
Tras este último grito se practicó un espacio en la ya castigada muralla. Isbataris salió rodeado de sus fieles, de los hombres que habían jurado dar la vida por él. Junto a su caudillo todos partirían hacia donde han de hacerlo los guerreros: a la memoria del pueblo y a la gloria.
Escudo y falcata en mano, Armitalasko, se enfrentó a la muerte en recuerdo de su ciudad, su esposa e hijos. No pudo hacer mucho, a unos cuarenta metros de la puerta una flecha le alcanzó el cuello. Notó como la sangre taponaba el aire que querían obtener ansiosos sus pulmones. En un esfuerzo inútil sus manos intentaron sacarse el dardo que atravesaba su carne pero era tarde, los estremecimientos no le permitían coordinar correctamente sus movimientos. Su cuerpo perdió la fuerza y el equilibrio y alcanzó totalmente el suelo. Poco después todo estímulo exterior dejó de ser recibido por sus sentidos, tan solo quedó el dolor. Aunque a él le pareció toda una vida, este también desapareció en unos instantes. Todo cesó.
¡Un lobo! Sin pensar, automáticamente, se protegió con su escudo y sacó de su vaina su querida falcata, con ella había matado a doce púnicos y mataría este lobo si hacía falta. Tras su defensa pudo por fin observar al depredador: el doble de lo normal; con el pelaje posterior de su cuello erizado; miraba calculando el menor descuido para lanzar el ataque, y la boca abierta enseñando como señal de superioridad sus poderosos colmillos. Se movía de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, con cada ciclo acortaba la distancia. El ibero no se amilanó, aguantó allí, en esa posición defendería su vida. El lobo al ver esto, cesó en su actitud: sin dejar de parecer peligroso, dejó de mostrarse amenazador.
—Veo, Armitalasko, que no tienes miedo—. El lobo habló.
—Soy de Arse, hace tiempo que vencí al miedo.
—Sí, te conozco. Arrojo, inteligencia, lealtad, disciplina, devoción, resistencia y valentía, ¿de quién hablo?
—De los iberos.
—Hablo de los lobos, pero como dices también hablo de los iberos pues tenéis el mismo comportamiento. ¿Quién soy?
—Eres el dios protector y mi guía al más allá.
—Así es. Esperaremos aquí a tus compañeros. Hoy no serás el único, los héroes nunca han de viajar solos.
—Espíritu, ¿qué será de Arse?
—Vuestra hazaña será recordada por siglos y las generaciones venideras conocerán el valor de los arsetanos y lo aquí sucedido. Tu ciudad volverá a renacer con el nombre de Sagunto.
—Mamá, ¿me va a doler?
—No, Balcaldur, no te dolerá. Nunca dejaré que nadie te haga daño.
Así perdió a Sicedunin, su compañera, y a Balcaldur y Biulakos, sus dos hijos varones. En el corazón del guerrero dolía mucho más eso que cualquiera de las múltiples heridas que había sufrido durante los ocho largos meses de asedio.
Entre el olor a sangre y a muerte su caudillo, Isbataris, daba su último discurso a los pocos hombres que todavía le quedaban en pie.
—Hemos resistido durante muchos meses pero tras estos muros el despreciable Barca nos aguarda; no podemos pararlo. Nadie vendrá a ayudarnos y aunque lo hiciera ya es demasiado tarde para nosotros, nuestro destino está sellado. No podemos ganar y no podemos rendirnos. Hoy, en esta hora acabará todo para nosotros. Solo nos queda una cosa: la forma de morir.
—Uleee—. Tronó entre los iberos.
—Saldremos y atacaremos, correremos hacia nuestro destino.
—Uleee.
Tras este último grito se practicó un espacio en la ya castigada muralla. Isbataris salió rodeado de sus fieles, de los hombres que habían jurado dar la vida por él. Junto a su caudillo todos partirían hacia donde han de hacerlo los guerreros: a la memoria del pueblo y a la gloria.
Escudo y falcata en mano, Armitalasko, se enfrentó a la muerte en recuerdo de su ciudad, su esposa e hijos. No pudo hacer mucho, a unos cuarenta metros de la puerta una flecha le alcanzó el cuello. Notó como la sangre taponaba el aire que querían obtener ansiosos sus pulmones. En un esfuerzo inútil sus manos intentaron sacarse el dardo que atravesaba su carne pero era tarde, los estremecimientos no le permitían coordinar correctamente sus movimientos. Su cuerpo perdió la fuerza y el equilibrio y alcanzó totalmente el suelo. Poco después todo estímulo exterior dejó de ser recibido por sus sentidos, tan solo quedó el dolor. Aunque a él le pareció toda una vida, este también desapareció en unos instantes. Todo cesó.
¡Un lobo! Sin pensar, automáticamente, se protegió con su escudo y sacó de su vaina su querida falcata, con ella había matado a doce púnicos y mataría este lobo si hacía falta. Tras su defensa pudo por fin observar al depredador: el doble de lo normal; con el pelaje posterior de su cuello erizado; miraba calculando el menor descuido para lanzar el ataque, y la boca abierta enseñando como señal de superioridad sus poderosos colmillos. Se movía de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, con cada ciclo acortaba la distancia. El ibero no se amilanó, aguantó allí, en esa posición defendería su vida. El lobo al ver esto, cesó en su actitud: sin dejar de parecer peligroso, dejó de mostrarse amenazador.
—Veo, Armitalasko, que no tienes miedo—. El lobo habló.
—Soy de Arse, hace tiempo que vencí al miedo.
—Sí, te conozco. Arrojo, inteligencia, lealtad, disciplina, devoción, resistencia y valentía, ¿de quién hablo?
—De los iberos.
—Hablo de los lobos, pero como dices también hablo de los iberos pues tenéis el mismo comportamiento. ¿Quién soy?
—Eres el dios protector y mi guía al más allá.
—Así es. Esperaremos aquí a tus compañeros. Hoy no serás el único, los héroes nunca han de viajar solos.
—Espíritu, ¿qué será de Arse?
—Vuestra hazaña será recordada por siglos y las generaciones venideras conocerán el valor de los arsetanos y lo aquí sucedido. Tu ciudad volverá a renacer con el nombre de Sagunto.
_______
Escrito por Angel Portillo.
Escrito por Angel Portillo.
Castillo de Sagunto, CC4 by Diego Delso (imagen recortada). |
Blog: Lignum en Roma
Ángel Portillo autor de:
LIGNVM en Amazon.
LIGNVM en Tapae en Amazon.
Miembro del grupo de recreación historica Barcino Oriens (Legio II Traiana Fortis) y Miembro de Divulgadores de la Historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario